Gerald Finley (Sachs)  y Leigh Melrose (Sixtus Beckmesser), en un ensayo de 'Los maestros cantores'

Gerald Finley (Sachs) y Leigh Melrose (Sixtus Beckmesser), en un ensayo de 'Los maestros cantores'

Música

¿Quién decía que Wagner no era divertido? 'Los maestros cantores de Núremberg' llegan al Teatro Real

El coliseo madrileño acoge, de la mano de Laurent Pelly y Pablo Heras-Casado, una versión de la ópera de Wagner universal y en clave de comedia. 

24 abril, 2024 01:44

Siempre es interesante e instructivo volver a escuchar, y ver, Los Maestros cantores de Núremberg, una ópera rara dentro de la obra de Wagner. Es la única de su producción que puede considerarse cómica –no bufa, por supuesto–, si exceptuamos la primeriza, y tan distinta, La prohibición de amar. La primera idea de su composición la tuvo el músico en 1845 durante una estancia en Marienbad.

Quería escribir “una obra satírica” y liberarse del trabajo de Lohengrin. Consultó, entre otros textos, la Historia de la literatura alemana en 5 volúmenes (Leipzig, 1835-42), que contenía un ensayo sobre el arte del Meistersang y sobre Hans Sachs, personaje real (1494-1576), maestro zapatero, viajero y seguidor de Lutero.

Wagner estudiaría otras fuentes, como el Libro de la gaya ciencia (1697) de Johann Christoph Wagenseil, o Sobre el Meistersinger de la Alemania antigua (Gotinga, 1811) de Jacob Grimm.

El planteamiento poético y humanista de esta ópera, metafórico y bien hilado, proporcionará un buen rato y nos hará pensar

La idea dormiría unos 15 años en el caletre del compositor, pero quedó más o menos larvada. A finales de los cincuenta, al interrumpir la escritura de la Tetralogía a causa de Tristán e Isolda, volvió sobre el poema de Los maestros. Tristán se retrasó y pensó en un éxito rápido con el nuevo proyecto.

Y el 30 de junio de 1861 comunicaba al editor Schott que tenía ya el borrador con “un poético y jovial personaje principal”. El libreto más extenso de Wagner quedó finalmente concluido el 25 de enero del año siguiente.

Wagner quería que la nueva ópera estuviera terminada para su 50 cumpleaños, en 1863, pero no fue posible. La música, que se fue haciendo en diversos sitios, se concluyó en Tribschen el 24 de octubre de 1867. El estreno tuvo lugar el 21 de junio de 1868 en Múnich.

Resulta curioso que aquí Wagner, sin perder de vista sus ideas defendidas hasta el momento en la Tetralogía o en Tristán –discurso continuo, melodía infinita, uso del leitmotiv–, organizara una forma muy diferente en la que, aparte de la huida constante del cromatismo, establecía un tejido en el que se distinguen con claridad números prácticamente cerrados, arias y hasta conjuntos tradicionales.

Estamos por tanto ante una obra original, muy diferente a todas las demás salidas de la misma pluma y que en estas representaciones madrileñas (del 24 de abril al 25 de mayo en el Teatro Real) lleva la marca escénica del imaginativo Laurent Pelly, siempre agudo, travieso, risueño y, frecuentemente, metafórico, que este caso no tiene dudas en plantear abiertamente un acercamiento en clave de comedia.

Una comedia que es “divertida y bonita a la vez, universal como la vida, que enfoca su puesta en escena haciendo referencia a un mundo en descomposición, como el actual”. Trata de dar a las situaciones una verosimilitud y una viveza que elimine la necesidad de leer los sobretítulos.

No es nuevo en la manera de Pelly recurrir a elementos escénicos alusivos, a maquetas, como plantea a lo largo del segundo acto de la ópera, que se desarrolla entre casitas de cartón, que crean “un espacio emotivo, poético y gracioso, con caminitos y plataformas giratorias, que se destruyen en el complejo y fugado cierre de la secuencia”.

En cualquier caso, señala el regista, “hay que trabajar dentro de la música; los cantantes están en su interior y desarrollan una acción que no es realista, sino que entra en el terreno de lo onírico, lo que abre la puerta a la creación de un vocabulario poético”. Y, por supuesto, lo que ha de prevalecer al final es, mientras aparece un cuadro de un pintor alemán, “la esperanza puesta en el arte”.

La acción transcurre aquí en una época indeterminada, aunque los atavíos son quizá de los primeros años del siglo XX. Al cierre lo que prevalece es el polvo y la destrucción. Todo es de cartón piedra, como el vestuario y las casas.

Y lo que a la postre ha de quedar es la idea de una comedia humanista muy divertida que ha de entenderse con la escucha de una música que tiene remansos líricos, abundantes leitmotivs y numerosos pasajes fugados, en los que se desarrollan escenas especialmente rápidas, “casi de dibujos animados”.

[Las inesperadas huellas de Wagner]

No hay duda de que el planteamiento poético y humanista, metafórico y bien hilado, con la habilidad habitual del regista, proporcionará un buen rato de diversión y nos hará pensar.

Con una música maravillosa que aquí será expuesta y dirigida por un wagneriano ya muy avezado como es Pablo Heras-Casado. Es hábil y entiende los pentagramas wagnerianos. El reto es conceder el espíritu de la comedia al hilo de las propuestas de Pelly.

Se cuenta con buen equipo vocal. Eva estará en la voz de la norteamericana Nicole Chevalier, una lírica de buenas hechuras, de gran firmeza emisora. Sachs estará en buenas manos en la voz reciamente baritonal del canadiense Gerald Finley, un cantante inteligente en su mejor momento.

En la piel del poeta Walther esperemos que se luzca el croata Tomislav Muzek, un lírico de buena pasta y sana, aunque levemente engolada, emisión. Hay otros buenos nombres en el reparto: Jongmin Park como Pogner, Leigh Melrose como Beckmesser, José Antonio López como Kothner, y alguna que otra voz española entre los Maestros.